Por Aracely Uranga Palacio, CCVI.

Inicié sin saber con claridad qué me llamaba a hacerlo, más que el
impulso de la Misión Congregacional de
promover la dignidad humana. Poco a poco, a través del encuentro con las
personas me fueron revelando mi misión en ese lugar, amar y dejarme amar,
calando hondo en mi autodeterminación y libertad.
Pude conocer la maldad con nombre y apellido, y al mismo tiempo la
vulnerabilidad e indefensión, en ambos casos, “culpables” y “no culpables”
evidencian el resultado de un sistema que los ha conducido hasta ahí; por eso
el Papa Francisco en su discurso en el Centro de Reinserción Social (CERESO) de
Cd. Juárez expresó: “La misericordia divina nos recuerda que las cárceles son
un síntoma de cómo estamos como sociedad, son un síntoma en muchos casos de silencios
y omisiones que han provocado una cultura de descarte”.
Me tocó conocer ahí en la cárcel hombres y mujeres inteligentes,
grandes artistas: dibujantes, pintoras/res, escultoras/res… con la vida
truncada, por el empobrecimiento generacional en el que les tocó vivir. Pude
encontrar seres humanos sumamente respetuosos para quién les habla por su
nombre, para quién los ve con ojos de igual dignidad. Al principio me
preguntaban ¿Por qué viene? ¿Por qué nos visita, si no somos de su familia? Hay un fondo común de
humanidad que compartimos y no puedo ser indiferente ante el dolor del otro que
me interpela.
Con frecuencia me preguntan que si no me daba miedo y francamente
sólo una o dos veces sentí que estaba en riesgo, después de algún connato de
violencia en el que algún celador me explicaba el peligro al que estaba
expuesta, no por una agresión directa hacia mí o al equipo sino por alguna riña
entre los mismos internos. Lo que sí pude experimentar en todo momento es que
si hubiera estado en medio del peligro más de uno hubiera puesto su carne para
proteger la mía. Miedo deberíamos de
tener del Estado represor, del sistema injusto que no logra romper el círculo
vicioso de víctimas y victimarios.
Cierro mis ojos y puedo ver los rostros de los muchachas y muchachos,
recordar sus nombres; están en mi corazón, junto con Tencha y Aracely, dos
señoras que me acompañaron en este valioso aprendizaje de acercarme a ellos sin
miedo, abrazarlos como mis hermanos y sentir la presencia de Dios en ellos.
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