jueves, 31 de marzo de 2016

Acompañando a hombres y mujeres encarcelados

Por Aracely Uranga Palacio, CCVI.

Tuve la gracia de acompañar a hombres y mujeres en espacios penitenciarios en Nuevo León, a través de la impartición de talleres de Perdón y Reconciliación, como parte de un programa Psicoespiritual para que las personas puedan dar un nuevo significado a sus vidas.
Inicié sin saber con claridad qué me llamaba a hacerlo, más que el impulso de la Misión Congregacional de  promover la dignidad humana. Poco a poco, a través del encuentro con las personas me fueron revelando mi misión en ese lugar, amar y dejarme amar, calando hondo en mi autodeterminación y libertad.

Pude conocer la maldad con nombre y apellido, y al mismo tiempo la vulnerabilidad e indefensión, en ambos casos, “culpables” y “no culpables” evidencian el resultado de un sistema que los ha conducido hasta ahí; por eso el Papa Francisco en su discurso en el Centro de Reinserción Social (CERESO) de Cd. Juárez expresó: “La misericordia divina nos recuerda que las cárceles son un síntoma de cómo estamos como sociedad, son un síntoma en muchos casos de silencios y omisiones que han provocado una cultura de descarte”. 
Me tocó conocer ahí en la cárcel hombres y mujeres inteligentes, grandes artistas: dibujantes, pintoras/res, escultoras/res… con la vida truncada, por el empobrecimiento generacional en el que les tocó vivir. Pude encontrar seres humanos sumamente respetuosos para quién les habla por su nombre, para quién los ve con ojos de igual dignidad. Al principio me preguntaban ¿Por qué viene? ¿Por qué nos visita, si  no somos de su familia? Hay un fondo común de humanidad que compartimos y no puedo ser indiferente ante el dolor del otro que me interpela.

Con frecuencia me preguntan que si no me daba miedo y francamente sólo una o dos veces sentí que estaba en riesgo, después de algún connato de violencia en el que algún celador me explicaba el peligro al que estaba expuesta, no por una agresión directa hacia mí o al equipo sino por alguna riña entre los mismos internos. Lo que sí pude experimentar en todo momento es que si hubiera estado en medio del peligro más de uno hubiera puesto su carne para proteger la mía.  Miedo deberíamos de tener del Estado represor, del sistema injusto que no logra romper el círculo vicioso de víctimas y victimarios.

Cierro mis ojos y puedo ver los rostros de los muchachas y muchachos, recordar sus nombres; están en mi corazón, junto con Tencha y Aracely, dos señoras que me acompañaron en este valioso aprendizaje de acercarme a ellos sin miedo, abrazarlos como mis hermanos y sentir la presencia de Dios en ellos.


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