Agustín
Cabré
Santiago de Chile
El hombre venía desde su cuna
arrastrando una vida laboriosa. Labraba la tierra. Primero la acariciaba
preparándola para la siembre. Después tiraba en los surcos la semilla que se
iba a convertir en pan. Y esperaba. Cada luna nueva salía a contemplar el
milagro de la vida: nacían los brotes así cono le nacían los hijos. Él los
trataba con igual ternura. Todo era sangre de su sangre. Abrazaba a su mujer
cono hubiera querido abrazar el mundo entero, todo el espacio planetario, con
sus montes altos y sus valles verdes. Para él todo era divino.
Pero una tarde en que regresaba
contento de su oficio de labrador, se vio obligado a ayudar a un condenado a
muerte: los soldados lo empujaron, lo marcaron y le pusieron sobre sus espaldas
anchas la cruz que el hombre que iba a morir ya no podía sostener.
Simón de Cirene se convirtió
así en acompañante del dolor del mundo.
El hombre que iba a ser
crucificado le agradeció desde el fondo de su alma humillada y de su cuerpo
roturado ese gesto solidario: al comienzo fue de contratiempo para el labriego,
y en el camino al Calvario, descubrió que ayudar a un hombre era más importante
que roturar la tierra.
Porque el crecimiento de los
trigos los da Dios por medio de los soles y las lluvias. Pero la ayuda a un
martirizado la da el hombre, en respuesta a la vocación recibida. En eso se
juega el honor de ser persona.
Desde entonces, Simón de Cirene
no conoció jamás el descanso. El hombre de la cruz le dio, en agradecimiento,
el don de tener siempre un corazón solidario.
Desde entonces, anda por todos
los caminos de la tierra lanzando semilla de esperanza. No hay dolor en el
mundo que no tenga la solidaridad en un Cireneo.
Los que entran a la mar en
busca de Lampedusa, los que tratan de esquivar los muros fronterizos, los que
deben abandonar su tierra, su cielo y su cultura, los que son rechazados por el
sistema que cobija dictaduras y ampara a los depredadores de gentes y paisajes,
los son mirados con sospecha o con burla
porque pertenecen a minorías religiosas, sexuales, culturales… pueden encontrar
un Cireneo.
Desde entonces, Simón no tiene
patria, ni religión, ni condición social, política o cultural. Tampoco tiene
edad ni nombre propio: una vez se llamó Antonio Montesinos; otra Teresa de
Calcuta. En ocasiones ha sido estrella de cine, y en otras aparece como médico
de pueblos pobres. Se ha castigado con ébola en África, y siempre resucita
convertido en vecino solidario, en mujer que recoge como suyos los hijos de la
calle. Vive en todas las fronteras donde los comensales de la gran mesa de los
opulentos dejan arrinconados a los que tienen hambre. Visita a los encarcelados
y acompaña los funerales de los que mueren solos.
Todos los que tienen ojos para
ver y oídos para escuchar pueden dar testimonio de este labriego convertido en
hermano. En nuestros países latinoamericanos y del caribe se le ha visto
recorrer las calles, entrar en los tugurios, abrazar a los enfermos, defender a
los que la injusticia institucionalizada de nuestra democracias formales
persiguen y condena.
Simón es joven y viejo, es mujer y varón, es sabio e ignorante, es
del norte y del sur, es famoso y desconocido. Y como no piensa en sus intereses
sino en la vida de los demás, hasta se le puede haber olvidado que ese don de
la solidaridad se lo debe a un hombre que encontró en su camino: fue cuando
volvía del campo y unos soldados lo cargaron con la cruz del condenado a
muerte.
Premio del concurso de “Páginas Neobíblicas 2016”
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